lunes, 1 de junio de 2009

Tortura y amnesia histórica/I

Una fotografía obtenida por ABC News, que fue difundida el 19 de mayo de 2004, muestra a un hombre identificado como el sargento estadunidense Carlos Graner, quien posa en la tristemente célebre prisión de Abu Ghraib con el cuerpo del prisionero islámico Manadel Jamadi">Foto Reuters

Tortura y amnesia histórica


">Obama no acabó con esa práctica, sólo la cambió de lugar, señala el investigador Allan Nairn
Noam Chomsky* /I

Los memorandos sobre tortura revelados por la Casa Blanca suscitaron asombro, indignación y sorpresa. El asombro y la indignación eran entendibles; la sorpresa, no tanto. Por principio de cuentas, aun sin investigación, era razonable suponer que Guantánamo era una cámara de tortura. ¿Para qué, si no, enviar prisioneros a un lugar donde estarían fuera del alcance de la ley; un lugar, por cierto, que Washington utiliza en violación de un tratado impuesto a Cuba a punta de pistola? Desde luego, se adujeron razones de seguridad, pero sigue siendo difícil tomarlas en serio. Las mismas sombrías expectativas se tuvieron acerca de los “sitios negros”, prisiones secretas del gobierno de Bush, y por la “rendición extraordinaria”, o captura extrajudicial de sospechosos en otros países, y se cumplieron.
Más importante es que la tortura ha sido práctica de rutina desde los primeros días de la conquista del territorio nacional, y continuó empleándose a medida que las aventuras imperiales del “imperio infante” –como George Washington llamaba a la nueva república– se extendieron a Filipinas, Haití y demás lugares. Tengamos en mente también que la tortura fue el menor de muchos crímenes de agresión, terror, subversión y estrangulamiento económico que han oscurecido la historia estadunidense, como ocurre también con otras grandes potencias.
En consecuencia, lo sorprendente es ver las reacciones a la revelación de esos memorandos del Departamento de Justicia, incluso las de algunos de los críticos más francos y elocuentes del mal gobierno de Bush: Paul Krugman, por ejemplo, quien escribió que solíamos ser “una nación de ideales morales” y que nunca antes de Bush “habían nuestros líderes traicionado en forma tan absoluta todo lo que esta nación ha postulado”. Por decir lo menos, esta visión común refleja una versión bastante sesgada de la historia estadunidense.
De cuando en cuando se ha abordado en forma directa el conflicto entre “lo que postulamos” y “lo que hacemos”. Un distinguido académico que emprendió esa tarea fue Hans Morgenthau, fundador de la teoría de las relaciones internacionales realistas. En un estudio clásico, publicado en 1964 a la luz de Camelot, Morgenthau desarrollaba la visión convencional de que Estados Unidos tiene un “propósito trascendental”: instaurar la paz y la libertad en su territorio y de hecho en todas partes, puesto que “la arena dentro de la cual Estados Unidos debe defender y promover su propósito ha alcanzado dimensiones mundiales”. Pero, como académico escrupuloso, también reconoció que el registro histórico era radicalmente inconsistente con ese “propósito trascendental”.
No debemos dejarnos confundir por esa discrepancia, aconsejaba Morgenthau; no debemos “confundir el abuso de la realidad con la realidad misma”. La realidad es el “propósito nacional” incumplido, como se revela en “la evidencia de la historia según la refleja nuestra mente”. Lo que ocurría en los hechos no era más que “el abuso de la realidad”.
La revelación de los memorandos sobre tortura condujo a otros a reconocer el problema. En el New York Times, el columnista Roger Cohen reseñó un nuevo libro, The Myth of American Exceptionalism, del periodista británico Geoffrey Hodgson, quien concluye que Estados Unidos no es más que una “nación grande, pero imperfecta, entre otras”. Cohen concede que la evidencia apoya la opinión de Hodgson, pero de todos modos le parece que yerra al no entender que “Estados Unidos nació como una idea, y por eso tiene que llevarla adelante”. La idea de Estados Unidos se revela en el nacimiento de la nación como “ciudad en una colina”, noción “inspiradora” que reside “muy en el fondo de la sique estadunidense”, así como en el “distintivo espíritu individualista y emprendedor de los estadunidenses”, que se demuestra en la expansión hacia el oeste. El error de Hodgson, según eso, es apegarse a “las distorsiones de la idea estadunidense”, al “abuso de la realidad”.
Volvamos la atención hacia la “realidad en sí”: hacia la “idea” de Estados Unidos desde sus primeros días.
“Vengan a ayudarnos”
La frase inspiradora “una ciudad en una colina” fue acuñada en 1630 por John Winthrop, quien la tomó de los evangelios para esbozar el futuro glorioso de una nación “ordenada por Dios”. Un año antes la colonia de la Bahía de Massachusetts creó su Gran Sello, el cual mostraba un indígena de cuya boca salía un pergamino, en que se leían las palabras “Vengan a ayudarnos”. Así, los colonialistas británicos se representaban como humanistas benévolos que respondían a las súplicas de los miserables nativos para rescatarlos de su amargo destino pagano.
De hecho, el Gran Sello es la representación gráfica de “la idea de Estados Unidos” desde su nacimiento. Debe ser exhumada desde las profundidades de la sique y desplegada en los muros de todos los salones de clase. Debió aparecer sin duda en el fondo de toda la pleitesía estilo Kim Il-Sung que se le rendía a ese salvaje asesino y torturador llamado Ronald Reagan, quien alegremente se describía como el líder de una “reluciente ciudad en la colina” mientras orquestaba algunos de los crímenes más espantosos de sus años en el cargo, notoriamente en Centroamérica, pero también en otros lugares.
El Gran Sello fue una proclamación temprana de la “intervención humanitaria”, para usar una frase en boga. Como ha ocurrido comúnmente desde entonces, la “intervención humanitaria” condujo a una catástrofe para los supuestos beneficiarios. El primer secretario de Guerra, el general Henry Knox, describió “la absoluta extirpación de todos los indios en las partes más populosas de la unión” por medios “más destructivos para los nativos indígenas que la conducta de los conquistadores de México y Perú”.
Mucho después de que sus propias significativas aportaciones al proceso quedaran en el pasado, John Quincy Adams deploró el destino de “esa infortunada raza de americanos nativos, a quienes exterminamos con tanta crueldad pérfida y despiadada… entre los atroces pecados de esta nación, por los cuales creo que Dios algún día la llevará a juicio”. Esa “crueldad pérfida y despiadada” continuó hasta que “se conquistó el oeste”. En vez del juicio de Dios, los atroces pecados sólo han traído hoy elogios por la culminación de la “idea” estadunidense.
La conquista y colonización del oeste mostraron sin duda ese “espíritu individualista y emprendedor” tan elogiado por Roger Cohen. Así ocurre por lo regular con las empresas de colonización, la forma más cruel del imperialismo. Los resultados fueron ensalzados por el respetado e influyente senador Henry Cabot Lodge en 1898. Al convocar a la intervención en Cuba, Lodge elogió nuestro historial “de conquista, colonización y expansión territorial, inigualado por ningún pueblo en el siglo XIX”, y llamó a “no detenerlo ahora”, cuando los cubanos también suplicaban, según las palabras del Gran Sello, “vengan a ayudarnos”.


Su ruego fue atendido. Estados Unidos envió tropas, con lo cual impidió que Cuba se liberara de España y la convirtió en una colonia virtual, como continuó siéndolo hasta 1959.
La “idea estadunidense” fue ilustrada tiempo después por la notable campaña emprendida por el gobierno de Dwight D. Einsenhower para devolver a Cuba al lugar apropiado, luego que Fidel Castro entró en La Habana en enero de 1959 y liberó por fin a la isla del dominio extranjero, con enorme apoyo popular, como Washington reconoció a regañadientes. Lo que siguió fue: una guerra económica, con la mira claramente delineada de castigar al pueblo cubano para que derrocara al desobediente gobierno de Castro; una invasión; la dedicación de los hermanos Kennedy a llevar a Cuba “los terrores de la Tierra” (frase del historiador Arthur Schlesinger en su biografía de Robert Kennedy, quien tenía esa tarea entre sus máximas prioridades), y otros crímenes que continúan hasta el presente, en desafío a una opinión mundial prácticamente unánime.
Por lo regular los orígenes del imperialismo estadunidense se hacen remontar a la invasión de Cuba, Puerto Rico y Hawai en 1898. Pero eso es sucumbir a lo que el historiador del imperialismo Bernard Porter llama “la falacia del agua salada”, la idea de que la conquista sólo se vuelve imperialista cuando cruza agua de mar. Es decir, si el Misisipi hubiera semejado al mar de Irlanda, la expansión hacia el oeste habría sido imperialismo. De George Washington a Henry Cabot Lodge, los que participaron en la empresa tuvieron una visión más clara de lo que hacían.
Luego del éxito de la intervención humanitaria en Cuba, en 1898, el siguiente paso en la misión asignada por la Providencia fue conferir “las bendiciones de la libertad y la civilización a todos los pueblos rescatados” de Filipinas (en palabras de la plataforma del Partido Republicano de Lodge)… por lo menos a los que sobrevivieron a las matanzas y al uso extendido de la tortura y demás atrocidades que las acompañaron. Esas almas afortunadas fueron dejadas a la merced del gobierno filipino de paz instaurado por Estados Unidos dentro de un modelo recién ideado de dominio colonial, que se apoyaba en fuerzas de seguridad adiestradas y equipadas para aplicar avanzados métodos de vigilancia, intimidación y violencia. Modelos similares se adoptarían en muchas otras zonas donde Estados Unidos impuso brutales guardias nacionales y otras fuerzas a su servicio.
Paradigma de apremios
En los 60 años pasados, las víctimas en todo el mundo han soportado el “paradigma de tortura” de la CIA, desarrollado a un costo que llegó a mil millones de dólares anuales, según documenta el historiador Alfred McCoy en su libro A Question of Torture. Allí muestra cómo los métodos de tortura desarrollados por la CIA a partir de la década de 1950 aparecen, con pocas variantes, en las fotografías infames de la prisión de Abu Ghraib, en Irak. No hay hipérbole en el título del penetrante estudio de Jennifer Harbury sobre el historial de tortura estadunidense: Truth, Torture, and the American Way. Así pues, es sumamente engañoso, por decir lo menos, que los investigadores del descenso de la banda de Bush a las cloacas del mundo lamenten que “al emprender la guerra contra el terrorismo, Estados Unidos haya extraviado el rumbo”.
No se quiere decir con esto que Bush-Cheney-Rumsfeld et al no hayan incorporado innovaciones importantes. En la práctica normal estadunidense, la tortura se encomendaba a subsidiarios, no la ejecutaban estadunidenses directamente en cámaras de tortura propias, instaladas por su gobierno. En palabras de Allan Nairn, quien ha llevado a cabo algunas de las investigaciones más reveladoras y valerosas sobre el tema: “Lo que la [prohibición de la tortura] de Obama cancela es ese pequeño porcentaje de tortura que hoy realizan estadunidenses, pero conserva el conjunto abrumador de la tortura del sistema, que es llevado a cabo por extranjeros bajo patrocinio estadunidense. Obama podría dejar de apoyar a fuerzas extranjeras que torturan, pero ha elegido no hacerlo”.
Obama no acabó con la práctica de la tortura, observa Nairn, sino “sólo la cambió de lugar”, restaurando la norma estadunidense de indiferencia hacia las víctimas. “Es un retorno al status quo anterior –escribe Nairn–, al régimen de tortura que va de Ford a Clinton, y que año con año produjo más agonía con respaldo estadunidense de la que se produjo durante los años de Bush/Cheney.”
En ocasiones el involucramiento estadunidense en la tortura ha sido aún más indirecto. En un estudio realizado en 1980, el latinoamericanista Lars Schoultz descubrió que la ayuda exterior estadunidense “ha tendido a fluir en forma desproporcionada hacia gobiernos latinoamericanos que torturan a sus ciudadanos… a los mayores violadores de los derechos humanos fundamentales en el hemisferio”. Estudios más amplios de Edward Herman encontraron la misma correlación, y también sugirieron una explicación. No es sorprendente que la ayuda estadunidense tienda a correlacionarse con un clima favorable a los negocios, que por lo común mejora con el asesinato de organizadores de obreros y campesinos y activistas pro derechos humanos y otras acciones semejantes, lo cual produce una segunda correlación entre la ayuda y las monumentales violaciones a los derechos humanos.
Estos estudios se llevaron a cabo antes de los años de Reagan, cuando no valía la pena estudiar el tema porque esas correlaciones eran patentes. No es extraño, pues, que el presidente Obama nos aconseje mirar hacia delante y no hacia atrás, doctrina conveniente para los que blanden los garrotes. Los que son golpeados por ellos tienden a ver el mundo en forma diferente, con gran molestia de nuestra parte.
* Noam Chomsky es autor de numerosas obras políticas de gran venta. Sus libros más recientes son Failed States, The Abuse of Power and the Assault on Democracy y What We Say Goes, libro de conversaciones con David Barsamian. La editorial New Press acaba de publicar The Essential Chomsky (editado por Anthony Arnove), colección de sus escritos sobre política y lingüística de 1950 a la época actual.
Impreso con permiso de TomDispatch.com
© Noam Chomsky 2009
Traducción: Jorge Anaya

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