domingo, 7 de junio de 2009

Los artistas se han ido

Un joven Francisco Ayala en la terraza del café en 1930.


Una de las esquinas más famosas de París

Cultura-Granada
Los artistas se han ido
Los viejos cafés literarios, por los que pasó la vida cultural europea del siglo XIX y principios del XX, son hoy lugar de encuentro de turistas y mitómanos
06.06.09 -
CÉSAR COCA
Escritores e intelectuales se alejan de estos locales a partir de los setenta En España, el Gijón y el Novelty son dos de los más famosos
En una de las mesas de mármol situadas al fondo del café Hawelka de Viena se sentaba Elías Canetti. Por los pequeños saloncitos con vistas a la plaza de San Marcos del Florian de Venecia pasaron Stravinski, Modigliani y Proust. Entre los clientes del Odeon de Zurich estaba un revolucionario profesional que no paraba de leer periódicos y escribir y respondía al nombre de Vladimir Ilich Uliánov aunque ha pasado a la Historia como Lenin. En el Café Literario de San Petersburgo se tomó Pushkin su último vodka antes de salir a la calle a enfrentarse en un duelo perdido de antemano -su pistola había sido manipulada- con un militar francés por un lío de faldas. Unamuno apreciaba sobremanera la tertulia del Novelty, en la plaza Mayor de Salamanca. Son algunos de los cafés literarios más famosos del mundo, lugares donde se han escrito novelas, urdido revueltas, creado melodías y fingido dramas.
Sus paredes podrían hablar de charlas interminables, conspiraciones de salón y confidencias en baja voz sobre arte, amor, poder y dinero. Pero hoy los artistas no son quienes se sientan a sus mesas. Han sido sustituidos por turistas y mitómanos que buscan en cada rincón y en cada mesa las huellas de esos escritores, pintores o músicos que en otro tiempo les dieron lustre. Hace décadas e incluso siglos había mucho talento bajo sus techos. Hoy el brillo lo ponen los flashes de las cámaras de los turistas, dispuestos a pagar por un café o un pastel un precio irracional sólo para poder sentir que se lo tomaron en el mismo lugar en el que Cela tomaba notas o Sartre recibía a sus admiradores.
El Florian de Venecia es, según los historiadores, el café más antiguo de Europa. Fue creado en los últimos días de 1720, cuando en la República Serenísima el personaje más célebre era un cura pelirrojo que no decía misa, ejercía de empresario y compositor y tenía fama de gran mujeriego, llamado Antonio Vivaldi. Hoy, en el Florian, que puede ser además del más antiguo el café más caro del continente, el autor de 'Las cuatro estaciones' vive gracias a la música que interpreta en horario continuo un cuarteto de cuerda. Y que escuchan turistas llegados de todo el mundo, pero sobre todo japoneses. Ellos pueden pagar los casi 10 euros que cuesta un capuchino y tienen paciencia para aguantar el humor insoportable de los camareros. Es probable que Rousseau, Goethe o Lord Byron no anduvieran sobrados de recursos como para acudir ahora todas las noches al Florian, como lo hacían en su época. Pero, aunque los tuvieran, es seguro que no aceptarían frecuentar un local donde se maltrata a muchos clientes.
Empieza la crisis
¿Cuándo abandonaron los artistas los cafés que hicieron famosos y fueron sustituidos por turistas? En Centroeuropa, la Segunda Guerra Mundial fue letal para muchos de ellos. Por el Odeon de Zúrich, situado en la misma orilla del Limmat a unas pocas manzanas de la catedral, habían pasado casi a diario en décadas anteriores Lenin y Mussolini antes de iniciar sus revoluciones; los escritores Erich Maria Remarque y James Joyce y los directores de orquesta Wilhelm Furtwängler y Arturo Toscanini, entre decenas de artistas e intelectuales. Por allí estuvo también un jovencísimo Albert Einstein cuando era estudiante del Politécnico de Zúrich. Desde hace más de medio siglo, el Odeon es cita obligada para turistas, pero los artistas se dejan ver menos.
El Hawelka de Viena vivió una etapa de esplendor hasta los 60. En el salón decorado en 'jugendstil', Elias Canetti solía coincidir con Arthur Miller y Andy Warhol, que no dejaban de pasarse por este no tan viejo establecimiento en sus viajes a la capital austriaca, para tomar un vienés acompañado de los célebres pastelitos que allí sirven.
Por los mismos años se acaba también la época dorada de Les Deux Magots, en Saint-Germain-des-Prés. Hablamos de París. Con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir actuando de grandes sacerdotes de la intelectualidad de izquierdas y recibiendo en el café termina una tradición de ese local que en otro tiempo habitaron Verlaine, Rimbaud, Mallarmé y más tarde Hemingway, Picasso, Léger y Breton. Si en esos años el precio de un café hubiese sido el equivalente a los 4,40 euros que cuesta hoy (casi 10 euros por una cerveza), seguramente habría habido menos artistas por una razón de peso: no podrían pagarlo.
Cerca de allí, el Café de Flore reunió durante años a la misma intelectualidad. En los 50, cualquier miembro de la vida artística parisina que quisiese encontrarse con sus colegas sólo tenía que dirigirse a alguno de esos dos establecimientos. Había preferencias (Durrell y Capote se inclinaban por Flore, la portentosa capacidad de Hemingway para trasegar cuanto se pusiera sobre una barra hacía que apreciara ambos por igual) pero la clase de gente que poblaba su salón y la terraza era la misma. Hoy, la intelectualidad está representada en esa espléndida esquina, bajo un discreto toldo, por gentes más vinculadas a la farándula: las crónicas refieren que Jack Nicholson, Johnny Depp o Isabella Rosellini se dejan ver por allí cuando están en la capital gala.
A Brasileira es un café más modesto en sus pretensiones. También en sus precios. Seguramente es el único al que podrían ir escritores, músicos y artistas en general sin que sus economías sufrieran demasiado quebranto. Allí sigue aún el espíritu de Pessoa, que era un cliente habitual de este café centenario situado en el corazón del Chiado lisboeta. Desde hace años, una figura de bronce que representa al escritor ocupa una mesa en la terraza. Los mitómanos no pueden evitar hacerse una fotografía a su lado, pero no era allí donde Pessoa se sentaba a tomar un café y unos 'pasteis', sino en el salón interior, decorado en madera y con grandes lámparas. Allí se acomodaba para tomar notas y escribir, unos días disfrazado de Álvaro de Campos, otros de Alberto Caiero y en ocasiones de Ricardo Reis y Bernardo Soares, los heterónimos con los que completó una obra fascinante.
De Pushkin apenas si queda nada en el Café Literario de San Petersburgo. A finales del siglo XIX, cuando aún se llamaba Leiners y era un restaurante de lujo, también Chaikovski era cliente habitual. Allí cenó por última vez antes de contraer el cólera que terminó con su vida (según algunos biógrafos, bebió agua contaminada a sabiendas para evitar el escándalo de la divulgación pública de su homosexualidad). Los clientes de hoy, instalados en el comedor, en una sala con grandes ventanales a la Perspectiva Nevski, degustan el solomillo Stroganoff mientras escuchan a una soprano que canta acompañada por un pianista. No flota en el ambiente la nube de humo ni se oyen los gritos y los cánticos desentonados, con aire cosaco, que escucharon Pushkin y Chaikovski antes de caminar hacia la muerte que escogieron voluntariamente. A los turistas no parece importarles.
Unamuno, Baroja y Cela
¿Y en España? Probablemente, los dos cafés literarios más célebres son el Gijón, en Madrid, y el Novelty, en Salamanca. Su decadencia como lugares de encuentro de artistas e intelectuales se produjo más tarde, en torno a los años setenta-ochenta. El Novelty tiene también una escultura de bronce sentada a una de sus mesas, en este caso en el interior. Reproduce la figura enjuta y encorvada de Gonzalo Torrente Ballester, el último escritor importante a cuyo alrededor se formó una tertulia habitual en el centenario café. Durante 20 años, desde que el autor gallego se afincó en la capital charra al ganar una plaza como catedrático de instituto, hasta poco antes de su muerte, era corriente verlo, siempre en la misma mesa, hablando con estudiantes de los cursos universitarios para extranjeros o con doctorandos que estaban trabajando en su obra. Otro profesor, aún más ilustre, fue un cliente asiduo antes de la Guerra Civil: Miguel de Unamuno, quien se desviaba poco más de cien metros hasta la plaza Mayor en el camino entre su casa y la Universidad, de la que era rector. Hoy el Novelty es el café más popular de Salamanca y sus mesas suelen estar ocupadas por profesores de visita en la ciudad, turistas españoles y extranjeros y los últimos vestigios de la clase alta de la ciudad.
Carmen Martín Gaite sirve de puente entre el Novelty y el Gijón porque fue clienta de ambos. En sus años universitarios, frecuentó el café salmantino y no dejaba de ir por allí siempre que regresaba a su ciudad, una vez que se hubo instalado en Madrid. En la capital, se convirtió en asidua al Gijón, donde conoció a los Aldecoa, Benet, Fernández Santos y Rafael Sánchez Ferlosio, con quien se casaría más tarde. Ese local, ubicado en el paseo de Recoletos, abrió sus puertas en 1888 y entre sus primeros clientes fijos había políticos, científicos y escritores: Ramón y Cajal, Canalejas, Pérez Galdós, Marañón, Gómez de la Serna... Su fama de café literario se acrecienta tras la Guerra Civil y el local se convierte en un lugar donde brilla la inteligencia. En sus tertulias participan Pío Baroja y un joven Camilo José Cela que lo usará como escenario de su mejor novela, 'La colmena'.
Hoy el Gijón mantiene actividades que recuerdan lo que fue. Tertulias en las que intervienen célebres escritores cuando están por Madrid. Ahora, los únicos que acuden son los turistas, que hasta su muerte, hace poco más de tres años, contemplaban con admiración a Alfonso, «cerillero y anarquista», una de las pocas personas a quien se ha dedicado una placa en homenaje, escrita en pasado cuando aún vivía. Alfonso era un anacronismo en un lugar, un café literario, que en todo el mundo es un anacronismo en sí. Los artistas ya se han ido.

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